Subían y bajaban. Una y otra vez, sin descanso.
Una melodía se escapaba de entre los estridentes acordes que todo lo controlaban. Y yo permanecía allí, en medio, de pie, como mirándolo todo desde una burbuja infranqueable, como si estuviera en un margen agotado por todas aquellas existencias que danzaban clavando sus ojos vacíos en los del resto pero sin llegar a traspasar el vidrio que bloqueaba la realidad. Una y otra vez, sin descanso, sin permitir que aquel ejercicio de contemplación de la destrucción ajena evitara colaborar en la mía propia.
Cuando fluye la letanía es difícil combatirla, más cuando su llegada es bienvenida y deseada, y se apodera de tu voluntad. La voluntad es lo último que perdemos instantes antes de dejar de ser personas para convertirnos en entes inanimados, en vacuos seres guiados únicamente por los espasmos artificiales que se dibujan en nuestras mentes gracias al sonido que extrae una aguja de un vinilo que da vueltas una y otra vez. Una y otra vez, sin descanso, una y otra vez.
Un ejército de valientes abandonados al sumo estado de plenitud que jamás he conocido. Un ejército de cobardes que no aceptan la realidad tal y como es. Tal vez, bien pensado, no sea más que una realidad más… cuando la has llegado a conocer.
La cuestión es que la melodía sonaba perfecta en mi cabeza, desde la que era conducida a todos los rincones de mi cuerpo. Conductos plenos de satisfacción acelerada. Todo mi ser palpitaba, una vez más, una y otra vez, sin descanso, una y otra vez más. Y allí continuaba estando yo, observándolo todo desde el altar de los que contemplan, como si conmigo no fuera la cosa a pesar de ser uno más.
Una vez más.
Una melodía se escapaba de entre los estridentes acordes que todo lo controlaban. Y yo permanecía allí, en medio, de pie, como mirándolo todo desde una burbuja infranqueable, como si estuviera en un margen agotado por todas aquellas existencias que danzaban clavando sus ojos vacíos en los del resto pero sin llegar a traspasar el vidrio que bloqueaba la realidad. Una y otra vez, sin descanso, sin permitir que aquel ejercicio de contemplación de la destrucción ajena evitara colaborar en la mía propia.
Cuando fluye la letanía es difícil combatirla, más cuando su llegada es bienvenida y deseada, y se apodera de tu voluntad. La voluntad es lo último que perdemos instantes antes de dejar de ser personas para convertirnos en entes inanimados, en vacuos seres guiados únicamente por los espasmos artificiales que se dibujan en nuestras mentes gracias al sonido que extrae una aguja de un vinilo que da vueltas una y otra vez. Una y otra vez, sin descanso, una y otra vez.
Un ejército de valientes abandonados al sumo estado de plenitud que jamás he conocido. Un ejército de cobardes que no aceptan la realidad tal y como es. Tal vez, bien pensado, no sea más que una realidad más… cuando la has llegado a conocer.
La cuestión es que la melodía sonaba perfecta en mi cabeza, desde la que era conducida a todos los rincones de mi cuerpo. Conductos plenos de satisfacción acelerada. Todo mi ser palpitaba, una vez más, una y otra vez, sin descanso, una y otra vez más. Y allí continuaba estando yo, observándolo todo desde el altar de los que contemplan, como si conmigo no fuera la cosa a pesar de ser uno más.
Una vez más.
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